Hola amigos, precisamente hoy día del libro, tenía que presentar esta tarde a las 7,30 horas en el salón de Ibercaja mi último libro editado, LA MASIÖN MANFRED. La verdad es que me hubiera gustado estar esta tarde allí, pero debido a este confinamiento ni podéis ir vosotros ni puedo ir yo. Así que aquí voy a hacer una pequeña presentación y luego os dejaré el prólogo, u algo del libro. De todas formas ya sabéis que podéis bajaros un poco del mismo en la biblioteca de esta página Web.
La mansión Manfred, es una aventura de misterio, que nos introduce en el mundo de los cátaros, una «herejía» , según la iglesia de los siglos XI y XII. En este libro, el azar lleva a que dos amigos encuentren una llave y unas inscripciones en latín entre las paredes de la Mansión Manfred, hogar de uno de ellos «Vizconde de Agrotán». Irán descubriendo poco a poco en la vida de los cátaros, correrán peligro según vayan descifrando las claves de este enigma, descubrirán una verdadera historia de amor de setecientos años atrás, sobre la que también se apoya el libro. Visitaremos sitios como Montsegur, donde se dió la última batalla contra los cátaros, donde las tropas del rey de Francia y las papales quemaron sin ningún pudor a 213 cátaros. Minerve, Carcassonne, etc. En fin toda una historia de misterio, amor y aventuras.
Si recordáis, el día de la poesía puse una poesía. Pues bien, era de este libro, La mansión Manfred.
Éste es el prólogo del libro.
Prólogo
No, realmente no sé por qué ocurren las cosas. Ni a qué se debe que entre el infinito abanico de opciones de la vida, se realice una u otra elección. De lo que estoy completamente seguro es de que si conociéramos de antemano las consecuencias de nuestras acciones, según la opción elegida, la vida sería una experiencia horrible que nadie querría vivir. Cada decisión asumida, cada posibilidad ponderada hasta sus últimas consecuencias, sería un agobio, un constante desgarro de nuestra conciencia en qué, cómo, y porqué. Por eso declaro: bendita sea la ignorancia. No digo que no tengamos que ser conscientes de nuestras acciones, pero no hasta ese extremo. Por eso, aquella mañana en que me dirigía como de costumbre a casa de mi amigo Andrés, no tenía la menor idea de la aventura que nos esperaba. Ahora que ya ha pasado, no dejo de preguntarme por las infinitas consecuencias que hubieran podido derivarse de aquel hecho casual. ¿Y si no hubiéramos jugado?, ¿y si no le hubiera dado a la pelota?, ¿y si la hubiéramos dado por perdida?, ¿y si…?, ¿y si…? Preguntas y más preguntas que no puedo responder; es más, que no quiero responder. Realmente, una vez acontecido me reafirmo en la sabiduría de la vida que nos la da a tomar sorbito a sorbito según la necesitemos, sin agobiarnos con tragos largos o desmesurados.
Ahora os voy a dar un resumen del libro, precisamente es el momento, para mí, donde empieza el misterio.
Apenas habían campaneado las nueve de la mañana, cuando, a pesar de ser domingo, ya estábamos frente a su tienda. En mis manos, bien sujeta, llevaba la llave que tanto nos había sorprendido el día anterior. No estábamos seguros de que la cerrajería estuviera abierta, pero en el casco viejo de Pinkerville había muchos pequeños negocios artesanales, como el del señor Paxton, que abrían hasta el mediodía también los domingos, por lo que habíamos decidido probar suerte. Necesitábamos comenzar aquella aventura lo antes posible. Habíamos tenido suerte, Paxton era uno de esos pequeños negocios que abrían. Vestidos informalmente nos situamos ante la cerrajería. Antes de entrar la observamos durante unos minutos, más por la incertidumbre de aquella aventura que estábamos a punto de comenzar que por la apuesta en sí. Ésta recordaba una época ya pasada, casi medieval. Una pequeña fachada de apenas cinco metros repartidos entre la puerta y un pequeño muro de piedra sobre el que unas piezas de alabastro, en las que se podía leer “Paxton Cerrajero”, apenas dejaban pasar la luz. Sobre ella, un pequeño alero de madera hacía las veces de tejadillo para proteger a los transeúntes de la lluvia. Y colgada de él, una vieja llave de forja de gran tamaño. Nos miramos y con decisión abrimos la puerta penetrando en su interior. Aquello no desmerecía en nada del exterior. Un pequeño mostrador tras el cual un viejo panel mostraba una cantidad considerable de llaves, y en medio, el señor Paxton. La figura alta y enjuta en cuya cabeza aún lucía una melena blanca. Los ojos hundidos en sus cuencas apenas dejaban ver el color del iris. Las manos denotaban toda una vida de trabajo. Las callosidades de los dedos y la artrosis galopante que se podía notar en sus manos, acrecentada por su delgadez, parecían de un museo de cera más que de una persona. Nada en aquel pequeño espacio hacía desmerecer la romántica imagen de su antigüedad. Ni una sola máquina de reproducción moderna se podía ver en su interior, sólo un pequeño tornillo manual de los que usaban los carpinteros para sujetar sus llaves y así poder trabajar en ellas con su lima o unos pequeños punteros que alrededor de un mazo de madera estaban esparcidos sobre una zona adyacente, su zona de trabajo. Hasta la iluminación parecía de un par de siglos antes. Una lámpara hecha con restos de llaves, cuya única modernidad era que los huecos estaban ocupados por pequeñas bombillas incandescentes. El polvo depositado sobre ellas, durante quién sabe cuánto tiempo, escasamente dejaba pasar la luz. Pues bien, el conjunto apenas iluminaba aquel lúgubre el lugar.
Estaba embelesado mirando todo aquello, pues parecía haber retrocedido en el tiempo más de cien años, cuando una voz gutural me sacó de mi ensimismamiento.
–Buenos días. ¿Qué desean los señores? –sus labios apenas se habían movido.
Andrés, que estaba tan abstraído como yo en aquella atmósfera, dio un respingo al oír el saludo. Sorprendidos respondimos casi al unísono:
–Buenos días. Nos acercamos y, con misterio, como si de un ritual se tratara, saqué la mano del bolsillo. En ella, bien sujeta, se hallaba la llave que coloqué con cuidado sobre el mostrador de madera. A pesar de la poca iluminación, emitió unos pequeños destellos. Durante unos instantes no ocurrió nada, Andrés y yo nos miramos sorprendidos por la reacción, mejor dicho por la falta de ella, del señor Paxton. Pero enseguida vimos aparecer en los ojillos del anciano una pequeña luminosidad que se fue extendiendo por su acartonado rostro.
Os dejo la foto de la portada, y una foto de Carcassonne.

Y otra de Carcassonne.

Hasta el Proximo día, que comenzaré a explicar con fotos, éste libro.
Un riojano esperanzado.
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